Uno de esos momentos que parecen escritos por la mano de un demonio literario, teniendo en cuenta las polémicas estéticas y ambientalistas que había provocado el Cristo de las Sierras, ocurrió en el instante menos pensado. Duró nueve minutos y produjo un lapso de estupor existencial, cuando la imponencia del monumento fue recibida por un chubasco, el cielo fúnebre, un rayo y minutos después… ¡el arco iris!.

El día había llegado tal como Miguel Lunghi lo había pedido: con una tarde de primavera. Un sol tibio, un cielo celeste con algunas nubes blancas meciendo su parsimonia. Un día casi perfecto. La hora había entrado en la cuenta regresiva. La multitud al pie de la Villa Don Bosco miraba a la distancia. ¿Qué veía? Veía la silueta de la escultura cubierta por un enorme manto blanco. La locutora en el escenario de abajo escuchaba como otra locutora en la cumbre del cerro anunciaba el momento más esperado. El que habría de llegar tras la bendición de rigor del sacerdote Raúl Troncoso. Cuando el brazo de una grúa comenzó a descubrir, con ostensible lentitud, el manto del Cristo de hierro fundido.

Entonces desde el fondo del paisaje, a espaldas del Cristo, empezó a ocurrir algo inesperado. Una nube negra, imprevista, salió como de la nada, alta, inquieta, la nube comenzó a cubrir el cerro, primero sobre la estatua y luego sobre los flancos, y en el preciso momento en que el operario de la grúa terminó de descorrer el manto, entre los aplausos de la gente, la nube se le vino encima al Cristo, y empezó a llover, una lluvia de gotitas trémulas, una lluvia inesperada. Y de golpe, como una suerte de dejá vu bíblico, de reproducción climática ante la Gran Tragedia, esa tormenta infernal que se desató cuando Jesús murió en el Gólgota, ahí estaba el Cristo de las Sierras envuelto en la negrura cósmica… Una suerte de perplejidad se instaló como un signo de pregunta. Hasta que en el cielo se dibujaron las líneas eléctricas y fosforescentes de un rayo que detonó la exclamación del público mientras los funcionarios entraban en pánico y pedían a los gritos que las autoridades terminaran de bajar del cerro e hicieran los discursos rápido porque la gente había empezado a desbandarse en masa.

En medio del desconcierto, alguien tuvo una idea providencial: le pidieron a Raúl Lavié que cantara el Ave María. El maestro José María Carotti (“A vos te tocan todas, Carotti!”, lo cargó Andrea Rosetti) lo acompañó en el piano, con dos voluntarios protegiéndole el teclado de la lluvia. Lavié cantó como los dioses, en medio de una ovación, y mientras cantaba la nube negra y fúnebre se deshizo como una pompa de jabón, intangible, como un beso en la mejilla se deshizo, se esfumó, y el cielo empezó a pintarse de nuevo, como si la mano del pintor cósmico estuviera jugando un rato, pasó del gris al azul, y del azul al celeste mientras el ojo del sol se abría de nuevo hasta que empezó a hablar el dueño del clima, no sé si me explico, el hombre que tiene un pacto secreto con el Altísimo, y mientras Miguel Lunghi leía su discurso ocurrió lo inesperado: un bello arco iris se estiró, lánguido, remolón, sobre el valle serrano, hasta que el día volvió a ser lo que era, una cálida tarde de primavera, un día peronista hubieran dicho los peronistas si no fuera porque hace algo más de diez años apareció el lunghismo y sus ya emblemáticas liturgias con final feliz.

Fuente El Diario de Tandil